¿Miedo a tu novia? Algo hacéis mal

Me he encontrado esta imagen por casualidad.

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¿Os imagináis una camiseta que dijese «tengo miedo a mi marido» para que la llevasen las chicas? Sería impensable, ¿verdad? Sin embargo, y por algún motivo, temer las iras de tu mujer es algo aceptado si eres hombre. Incluso nos lo venden con un toque de comedia: el típico «macho» que llega a casa y se convierte en un corderito temeroso de su esposa. Más ejemplos:

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Incluso en el lenguaje adoptamos expresiones inconscientes como llamar «jefa» a la novia/esposa o «pedir horas» para dedicarnos a nuestras cosas. Tenemos también el conocido refrán «el hombre propone y la mujer dispone», que viene a decir que no importa mucho lo que hagas o quieras, porque al final será ella la que disponga las cosas como desee… No se habla de dialogar o de negociar, sino de suplicar por un lado y ordenar por otro. Una relación completamente asimétrica.

Todo lo anterior tiene poco o nada de gracioso. Ninguna relación debería funcionar a base de «pedir permiso» ni deberían existir «jefes y subalternos». Para eso ya tenemos otras organizaciones como el trabajo o el ejército. La pareja es un mundillo en el que hay que tomar muchas decisiones en conjunto, amoldarse al otro, ser menos egoista y aprender a ceder. En resumen: negociar. Pero sin autoritarismos. Si cedes a las órdenes de tu pareja, acabarás odiándote a ti mismo por no hacer caso de lo que tú deseas. Y da igual que seas hombre o mujer.

Comprar para impresionar

Ya en 1899, el sociólogo y economista Thorstein Veblen habló largo y tendido sobre la costumbre de los nuevos ricos de gastar sus riquezas en cosas que los demás pudiesen ver y admirar, como una forma de mostrar al mundo su riqueza y su estatus. A esto lo llamó conspicuous consumption, algo así como consumo visible.

A día de hoy esta idea tiene una vigencia absoluta. Solo hace falta repasar mentalmente nuestra lista de conocidos para encontrar a alguien que se dedica a comprar, sistemáticamente, los últimos adelantos en moda, tecnología, coches o restauración. Se trata de un consumo no de cosas necesarias para vivir, sino de lujos, cuya compra va destinada a que los demás los vean. Por ello hace falta el último modelo de móvil, los últimos zapatos de la marca más cara y el automóvil más lujoso y caro, aunque lo usemos una vez por semana. Estas personas raramente elegirían estos productos si se hallasen en una isla desierta o si tuviesen que basarse en la relación coste-beneficio-utilidad. Pero vivien rodeados de otras personas, de un público, al que se ven en la obligación de ofrecen continuamente su mejor imagen.

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Con la llegada de la sociedad de consumo, uno puede comprar cualquier cosa, tenga o no tenga el dinero necesario. Uno sale a la calle y se encuentra con un trabajador cualquiera, que en otra época hubiese conducido el utilitario más barato, conduciendo el último modelo de deportivo. A pesar de la crisis, para muchas personas parece que el dinero no representa un problema… aunque lo sea a la hora de devolver el préstamo. Existe también un descomunal mercado de accesorios para todas las tareas de la vida en el que uno puede invertir tanto dinero como desee. Desde peladores de hortalizas con formas hasta cremas para la barba o camisetas especiales para correr.

Por supuesto, las redes sociales son las grandes aliadas de este tipo de consumo, ya que permiten llegar a miles o millones de personas. Cualquier individuo puede aspirar a tener un público tan numeroso como el que tienen los famosos… sin serlo. Las redes sociales pasan a ser el escaparate en el que el consumista exhibe sus nuevas adquisiciones a cambio de retweets, me gusta y comentarios de gente a la que conocen vagamente. Por desgracia, en las redes sociales todo es fugaz, por lo que el consumista se ve obligado a comprar cada vez más cosas, cada vez más rápido, para seguir estando «a la altura».

En resumen, este tipo de consumidor compra cosas que no necesita para impresionar a personas a las que no les importa y que no le importan. Varios factores pueden explicar este comportamiento aparentemente absurdo:

  • la presión de medios de comunicación y agencias publicitarias para consumir sus productos, que ha llegado a ser un auténtico asedio a todas horas y a través de todos los medios.
  • la confusión entre poder adquisitivo y virtudes como la bondad, el éxito, el carisma, etc., cuando la realidad es que poseer muchas cosas no implica ni siquiera ser buena persona.
  • una personalidad con tendencia al exhibicionismo y/o al histrionismo, con preferencia por ser el centro de atención.
  • una carencia de autoestima y dudas sobre las propias capacidades, que intentan suplir con exageradas muestras de riqueza y poder adquisitivo.
  • Etcétera.

Este tipo de consumismo puede tener graves repercusiones para nuestro bolsillo y puede acabar trastornando mucho nuestras ideas sobre el valor real de una persona: incluso de nosotros mismos. No gastemos nuestros ahorros en impresionar a gente a la que no tenemos ninguna obligación de impresionar. El valor de una persona no depende en absoluto de cuánto dinero es capaz de gastar.

 

Sobredosis de adultos

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Una sobredosis de una sustancia es una dosis demasiado grande, que tiene efectos negativos para nosotros. Este verano he visto muchos casos de «sobredosis de adultos» en niños de todas las edades.

¿Qué es la sobredosis de adultos? La verdad es que es un término que me he inventado para describir un comportamiento muy frecuente cuando hay varios adultos y un niño: la sobredosis de adultos ocurre cuando varios adultos intentan, a la vez, que un niño se comporte de una determinada manera, consiguiendo el efecto opuesto o nada en absoluto. Cada uno se pone a decirle lo que piensa que es más conveniente, todos a la vez y de diferentes maneras. El resultado: una confusión total del niño, que no sabe a quién hacer caso porque no se ha enterado de absolutamente nada ni sabe qué se espera de él. La respuesta suele ser quedarse inmóvil, esperando que alguien se decida y le diga qué es lo que puede o no puede hacer. Otras veces, el niño opta por ignorar completamente todo ese «ruido» y seguir a lo suyo.

¿Es tonto el niño? ¿Es desobediente? ¿Tiene déficit de atención? No, lo que es es humano, y por tanto tiene una capacidad limitada de atender a varios estímulos a la vez. Imaginemos que llegamos a nuestro trabajo y de pronto nuestro jefe, el director, el de contabilidad, la limpiadora y un comercial de teléfonos se ponen a hablarnos simultáneamente, repitiendo nuestro nombre sin parar y cada uno intentando que hagamos lo que él nos pide. ¿Qué haríamos? Lo mismo que el niño: esperar a que se calmen para poder entender qué narices quiere cada uno y si podemos hacerlo o no. Tampoco podemos hacer el mismo caso a todos, y seguramente daremos preferencia al director sobre los demás. Lo mismo que niño debería atender más a sus papás que a otros adultos.

La sobredosis de adultos no suele ocurrir en situaciones donde sería lógico ponerse a gritar todos juntos (como una emergencia). Ocurre en situaciones en las que el niño hace algo levemente inapropiado: meterse en un charco, tirar comida, trepar a una bici, subir un escalón… Cosas que, sinceramente, no merecen pasar por esa tensión.

Los niños necesitan guías claras y concisas de cómo hacer las cosas, no un grupo de personas vociferando. Ya tendrán tiempo de mayores a estar estresados, si quieren: no les estresemos antes de tiempo.

 

Infidelidades: ¿pueden superarse?

Hace poco hablaba de las infidelidades, analizando un poco por qué se producen y cómo tomárnoslas. Prometí una segunda parte, y lo prometido es deuda.

En este artículo intentaré aportar algunas reflexiones sobre la eterna pregunta ¿es posible superar una infidelidad? Por supuesto, la respuesta a esta pregunta depende de nosotros mismos. La persona que ha sido engañada es la que tiene que encontrar la respuesta y la que tiene la última palabra.

Tradicionalmente, la infidelidad (sobre todo por parte de la mujer) ha sido considerada como un horrible acto que merece nuestro castigo y desprecio. Nada más lejos. En el reino animal es raro encontrar bichos que sean monógamos de por vida, como parecemos empeñados en hacer los humanos, así que el concepto de «infidelidad» no es tan extraño ni tan malvado.

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No todas las infidelidades son iguales. Hay que tener en cuenta por qué lo ha hecho la persona. No es lo mismo la persona que, una vez, se lía con alguien que no es su pareja para no volver a hacerlo más, que alguien que sistemáticamente mantiene relaciones con terceras personas. Hay que tener en cuenta las circunstancias que rodearon a la infidelidad para poder decidir si perdonamos o no, si lo aceptamos o no y si queremos seguir adelante con la relación o no. Muchas infidelidades ocurre por algo que podemos cambiar si queremos (falta de atención, de cariño, de sexo…) y una terapia de pareja puede ayudar a solucionar esas causas. Por supuesto, antes de abordar todo esto hay que afrontar la infidelidad y decidir si perdonamos.

¡Ojo!, estoy hablando de perdonar, no de olvidar. Muchas personas creen que, al perdonar una infidelidad, están humillándose aún más, que le están dando carta blanca al infiel para repetir una y otra vez, y que nunca podrán olvidarlo. No es así. Para superar una infidelidad hay que aceptar lo que ha ocurrido y tratar las causas que la motivaron. Es más difícil superar una infidelidad que ha ocurrido «porque me dio la gana» que una que tiene una causa, como «no me siento nada valorado» o «noto que mi pareja tampoco apuesta por la relación».

Lógicamente, el infiel tendrá que aceptar su responsabilidad y decidir si quiere enmendarse… o no. No se trata de vivir el resto de nuestra vida de rodillas pidiendo perdón: justamente superar una infidelidad consiste en evitar eso. Pero sí se pueden hacer pequeños actos de «restablecimiento de la confianza» que ayuden a la otra persona a superar su lógico recelo. A veces ayuda explicar por qué se fue infiel, qué se buscaba, qué se puede hacer para que no ocurra más veces, etc. No nos interesa qué hizo tanto como por qué lo hizo. Es importante dedicarle un tiempo a estas cuestiones, pero sin obsesionarnos. No podemos estar años arrastrando la culpa y las riñas de una infidelidad.

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¿Cuándo es mejor no continuar con la relación tras una infidelidad?

  • Cuando no somos capaces de perdonar y la relación se convierte en una «penitencia» constante para el infiel
  • Cuando la otra persona desea tomarse la revancha e iniciar una guerra contra el infiel (con más infidelidades, odios, engaños, etc.)
  • Cuando no hay interés por una de las partes en continuar, y la infidelidad solo ha sido la expresión de ese desinterés.
  • Cuando hay violencia, verbal, física o del tipo que sea.
  • Cuando hay infidelidades repetidas y ya se han dado varias oportunidades.

En estos casos, lo mejor es replantearse seriamente si queremos seguir con esa relación o nos compensa más cortarla de raíz.

Normas básicas para las parejas

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Quiero compartir con los lectores algo que considero importante. A diario veo parejas de todas las edades con problemas muy graves y aparentemente insalvables. Ocurre que, en cuanto empezamos a introducir pequeños cambios en su manera de actuar, suelen mejorar problemas que llevaban años atormentándolos. Las propias parejas se sorprenden. ¿Qué está ocurriendo? Fácil: hacemos mal muchas pequeñas cosas que se van sumando hasta asfixiar la conviviencia. Cuando nos damos cuenta de aquello que llevamos años haciendo mal, lo cambiamos, y entonces la relación cambia.

Algunas pautas básicas para mejorar nuestra convivencia en pareja:

Evita «adivinar» lo que piensa o quiere el otro. Si lo haces, le estás negando la posibilidad de expresar lo que quiere. Además, nadie puede meterse en la cabeza de otra persona, por muchos años de relación que lleven. En su lugar, ¡simplemente pregunta!

Dile a tu pareja lo que te gusta, no lo que te disgusta de ella. Reforzando las cosas buenas, tal vez logremos que ocurran más a menudo.

Critica menos, y critica para llegar a un acuerdo, no para hacer daño. Antes de ponerte a criticar, piensa para qué va a servir esa crítica. ¿Están los platos sin fregar? Háblalo, pero para conseguir un acuerdo entre ambos y repartiros las tareas domésticas, no para hacerle ver lo vago e irresponsable que es.

Pide las cosas. Nadie puede entrar en tu mente. No esperes a qué él/ella sepa por arte de magia lo que quieres. ¡No puede!

Cierra el pasado. Evita recordar una y otra vez aquello tan malo que hizo tu pareja en 1998. Tomad medidas para que no se repita, pero seguid con vuestra vida.

Al hablar de lo que no te gusta de tu pareja, no la critiques a ella: céntrate en lo que te ha molestado. Si te molesta que no baje la basura, te molesta que no baje la basura: no te molesta su irresponsabilidad, su vagancia o sus motivaciones.

No gritar, chillar, levantar la voz o alterarse. Si os alteráis demasiado, vale más dejar la charla para otro momento. Aquí no gana el que grita más.

 Agresividad cero. Ni insultos, ni amenazas, ni golpes, ¡faltaría más!

Di las cosas una vez, con calma y tratando de buscar siempre soluciones. Si has dicho algo cien veces, noventa y nueve de ellas sobran; tu pareja no es sorda ni tonta y no necesita repeticiones constantes. Por otra parte, si has tenido que repetir algo mil veces, parece que no sirve de nada repetirlo, ¿verdad?

Evita recurrir a personas del entorno para resolver vuestros problemas. Está bien contar con alguien de confianza de vez en cuando, pero si empezamos a involucrar a terceras personas en nuestros asuntos de pareja, luego será muy difícil sacar a esas personas del problema (familia, amigos, etc.).

¿Se os ocurre alguna pauta más? ¿Qué cosas os han funcionado a vosotros?

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Infidelidades

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La infidelidad es uno de los sucesos que resulta más destructivo para una pareja. Es habitual que una infidelidad por parte de uno de los miembros conduzca a la ruptura de la pareja, aunque no siempre es así.

¿Qué es una infidelidad? A grandes rasgos, es tener una relación romántica o física con una persona ajena a nuestra actual pareja. Hay quien opina que al infidelidad puede ser de pensamiento, sin llegar a tener relaciones con terceras personas. Para otros, también es una infidelidad una relación a distancia, o a través de las redes, o simplemente una relación de trabajo estrecha, sin que llegue a haber atracción ni deseo de por medio. Parece ser que hay tantas ideas de lo que es la infidelidad como personas.

La infidelidad es una ruptura de los contratos (firmados sobre el papel o no) que aceptamos cuando iniciamos una relación. Estos contratos o convenios incluyen querer a tu pareja, serle fiel, ayudarle, tener relaciones con ella… y cualquier cosa en la que dos personas se hayan puesto de acuerdo y hayan incorporado a su relación de pareja. Las relaciones de pareja y sus reglas internas son un problema humano: no se trata de construir un puente o diseñar un motor, si no de sentimientos y pasiones. Por lo tanto, una infidelidad no tiene por qué seguir reglas lógicas y no tiene una solución precisa y perfecta.

Al hablar de una infidelidad hay que distinguir entre el hecho concreto que ha sucedido y nuestra reacción ante ese hecho.

  • El hecho en cuestión no tiene por qué ser tan importante. Imaginemos el típico lío de una noche: ¿es tan horrendo? Si pudiésemos verlo dentro de veinte años ¿seguiría pareciéndonos tan catastrófico? ¿Realmente ese lío ha cambiado tanto a la persona que lo ha cometido, a nosotros o a nuestra relación? ¿O más bien somos nosotros los que hacemos un mundo de ellos y todo cambia en nuestra menta? Lo cual me lleva al segundo componente de la infidelidad…
  • Nuestra reacción ante los cuernos. Cómo nos tomamos el asunto. Aclaremos algo: nadie se lo toma bien. Pero dentro de ese dolor, podemos tomar una actitud catastrófica y romper con todo, o intentar ser más constructivos. La infidelidad es vista como una cosa abominable, especialmente si es la mujer quien la comete (¿por qué?), que merece nuestra venganza y desprecio. Por un desliz de muy poca duración, tiramos por la borda relaciones de años en las que hemos invertido esfuerzo y tiempo.

Parece un poco desproporcionado, ¿verdad? Con todo esto no quiero animar a poner los cuernos a diestro y siniestro, ¡al contrario! Lo que intento es relativizar. Los cuernos nos indican que algo va mal en la relación, aunque el hecho en sí sea poco importante si lo vemos objetivamente. La monogamia es muy rara en el mundo animal. Se trata de un invento humano, y ni siquiera todas las sociedades la practican igual. Cuando decidimos romper esta costumbre y «traicionar» a nuestra pareja, suele ser indicador de que hay algo que no funciona. Por desgracia, nos preocupamos mucho de qué hizo, dónde y con quién, pero muy poco del por qué… y quizás sea lo primero que tenemos que evaluar.

Menos fijarnos en el cómo y más solucionar el por qué.

Podemos torturarnos toda la vida pensando qué hicieron nuestra pareja y su amante, dónde lo hicieron, cómo empezaron su relación, cómo es él/ella en la cama o qué ropa interior usa… para nada. Todo este dolor no nos ayuda. Al final, la pregunta qué importa es ¿por qué? Y de la respuesta a este pregunta depende si podemos solucionar esto, si podemos perdonar, si volverá a pasar y si debemos dar por finalizada la relación. Por ejemplo:

«Lo hice porque me siento total y absolutamente ignorada por mi marido»: posible solución, terapia de pareja, hay que hacer más caso a esta mujer.

No es lo mismo que:

«Lo hice porque no me interesa lo más mínimo seguir con esta relación»: hay que echar el cierre e irse cada uno por un lado.

Es muy difícil reflexionar sobre esto en plena tormenta emocional tras una infidelidad. Pero si lo conseguimos, podremos decidir si merece la pena luchar por la relación y perdonar o si lo correcto es terminarla.

Próximamente: ¿es posible superar una infidelidad?

 

El tiempo que más me gusta

Érase una vez un caminante en medio de la montaña. A lo lejos divisó un gran rebaño de ovejas dirigidas por un rústico pastor. Como no tenía mucho que hacer, se acercó al hombre y le preguntó:

—¿Qué tiempo vamos a tener hoy?

El pastor se levantó la gorra y respondió:

—Sin duda, el tipo de tiempo que más me gusta.

El forastero se quedó sorprendido por la réplica y dijo:

—¿Cómo demonios sabe que hará un tiempo de su gusto?

Y el pastor, mostrando la sabiduría propia de la gente sencilla, concluyó:

—Amigo mío: como hace tiempo que averigüé que no siempre obtengo lo que quiero, he aprendido a apreciar lo que tengo. Por eso sé que hoy hará un día fantástico.

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Di lo que piensas, no lo contrario

Navegando por internet, me encontré con este cartel:

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En resumen, lo que dice ahí es «lo que dice una mujer no tiene ningún valor».

Imágenes como esta propagan la idea de que las mujeres son complicadas, enrevesadas y diferentes por naturaleza, y NO es verdad. Lo que ocurre es que algunas mujeres, que acaban creyéndose estos estereotipos, acaban realmente comportándose como si lo fueran… y así se perpetúa el mito. Muchos hombres creen realmente que esto es verdad, lo cual hace aún más difícil la comunicación entre unas y otros. ¡Un caos!

¿Os imagináis ir por la vida diciendo lo contrario de lo que queremos y pensamos? Sería una locura, y seríamos tremendamente infelices. Lo peor es que, a base de creerse estas historias, ¡ocurre! He visto personas (no siempre mujeres) decir «nada» cuando deberían haber dicho «algo», y decir «vete» mientras pensaban «quédate». No da buen resultado. No vas a conseguir lo que quieres. Lo vas a tener muy difícil para comunicarte con los demás. Y, lo que es peor, las demás personas acabarán dándose cuenta de que no se puede hablar contigo.

  • Si dices «nada» cuando te pasa «algo», la otra persona creerá que no pasa nada, y con razón. Nadie puede ayudarte si no dices lo que te pasa. Ni tu novio, ni tu familia, ni tus amigos: nadie. La gente no puede ejercer de psicoterapeuta para sonsacarte tus problemas. Exprésalos.
  • Si dices «5 minutos» cuando vas a tardar «1 hora», ten la seguridad de que nadie va a esperarte muchas veces. La gente se cansa.
  • Si dices «vete» cuando piensas «quédate», la persona se irá. Es lo que le estás diciendo y, por lo tanto, es lo que va a entender.
  • Si dices «haz lo que quieras», asegúrate de que realmente es lo que piensas. Si prefieres hacer algo determinado, di mejor «preferiría hacer este plan». No puedes ordenarle a la otra persona que lo haga, pero repitamos: si no sabe lo que quieres, jamás podrá decidir dártelo.

Si dices una cosa y piensas la contraria, te toca sufrir y tener grandes problemas con las personas que te rodean. Y si piensas que las mujeres dicen una cosa y piensan la contraria, estás muy equivocado. Así que he hecho un nuevo cartel:

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Fácil, ¿verdad?

¡A jugar!

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La gente no deja de jugar porque se hace vieja; se hace vieja porque deja de jugar

George Bernard Shaw

«¡Mi hijo solo quiere jugar!», lamentaba amargamente una madre. ¡Cielos! ¿Qué podría querer más que eso? Tal vez respirar, o alimentarse. No se me ocurre algo más necesario para un niño que jugar.

Los juegos de los niños no son una mera pérdida de tiempo o una forma de pasar el rato. Son un proceso de aprendizaje, de interacción con el mundo que les rodea. Un niño que no juegue jamás podrá desarrollar muchas de sus capacidades. Quitarles tiempo de juego es tan negativo para ellos como dejarles sin estudir matemáticas o lengua.

Son tantos los beneficios de los juegos infantiles que podriamos pasarnos el día enumerándolos. Veamos algunas de las cosas que los niños aprenden jugando:

  • Desarrollan su imaginación. Una caja de cartón puede ser un barco; un sofá, un castillo medieval. Todo puede convertirse en algo mágico en la mente del niño, que de esta forma aprende a usar uno de los dones humanos más valiosos: la imaginación. «La imaginación es más importante que el conocimiento», decía Albert Einstein.
  • Aprenden a relacionarse. Los niños aprenden jugando lo que no pueden enseñarles en la escuela o en casa: a relacionarse con otros niños. Jugando se construyen relaciones, se habla, se explica, se ponen reglas… El niño entra en contacto con otros como él, y ahí empieza el contacto con otros humanos que no son sus padres. Es vital entender que cada persona es única y especial, que hay reglas que podemos negociar y cumplir (por ejemplo, las reglas de un juego), y que no todos nuestros comportamientos van a gustarle a los demás.
  • Aprenden límites. Nadie mejor para enseñarle a un niño lo que puede y no puede hacer que otros niños. Los padres pueden regañarle. Pero otros niños pueden decidir «no jugar con él». ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho mal? El niño aprende a comportarse de una forma socialmente aceptable, una habilidad imprescindible para la vida. No hablo de complacer a los demás a toda costa, si no de saber que hay cosas aceptables y otras no.
  • Resuelve conflictos (y los crea). Una habilidad imprescindible para los humanos es gestionar los conflictos con otras personas. Durante el juego, aparecen riñas y enfrentamientos con otros niños, y esto obliga al niño a resolverlos… a veces mediante el propio juego.
  • El juego ayuda a entender el mundo. Los niños «representan» lo que les rodea en sus juegos. Si el niño ve una película sobre dinosaurios, ¡seguro que todos sus muñecos pasan a ser bichos del Jurásico! También su familia, sus compañeros, las experiencias de su día a día, aparecen en sus juegos y dibujos. El papá ausente puede convertirse en una figura paternal, como un príncipe o un mago… o ser el malo de la historia. La mamá gruñona puede ser la bruja, o convertirse en un personaje amable y comprensivo. Los juegos nos dan muchísimas pistas sobre lo que pasa por la cabeza de un niño.
  • El juego ayuda a probar las capacidades y el esfuerzo del niño. Se aprende a relacionar nuestro esfuerzo con los resultados (tanto como en los exámenes) y también a ganar y a perder. Aquí los adultos tenemos que darle un pequeño apoyo, y explicarle que la competición está muy bien, pero no hasta el punto de «sufrir por ganar». Es un error enseñar a nuestros hijos a ser ganadores a toda costa: si hacemos esto, todos los beneficios que enumero aquí desaparecen, y el juego se convierte en un trabajo más. Como tantos otros con los que sobrecargamos a los niños.

A todo lo anterior habría que añadir los beneficios físicos del juego: aumenta la actividad, mejora la forma física, combate la obesidad, mejora el corazón y pulmones, etc. Así que… ¡a jugar!

Miedo al dentista y auto-mensajes

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Eusebia era una señora ya mayor que, entre otras cosas, sufría un miedo muy pronunciado a los dentistas. Llevaba décadas sin pasar por un dentista y, como consecuencia, tenía una dentadura en muy malas condiciones y problemas de nutrición. Por tanto, uno de los objetivos que nos marcamos fue visitar a un dentista y que le «arreglase» los dientes.

No nos interesaba que Eusebia perdiese totalmente el miedo al dentista, sino que fuese dos o tres veces hasta solucionar su problema. No estábamos ante una fobia muy limitante (¿cuántas veces vamos al dentista al año?), así que nos conformamos con que la señora pasase el mal trago lo mejor posible.

Se instruyó a Eusebia en alguna técnica de relajación sencilla. Se trataron sus creencias irracionales asociadas al dentista). Y, sobre todo, se le enseñó la importancia de los auto-mensajes, frases que podemos repetirnos a nosotros mismos antes, durante y después de hacer aquello que tememos. Los auto-mensajes son una forma de animarnos a nosotros mismos y de combatir contra los pensamientos catastrofistas. En vez de pensar «me voy a morir en el dentista», podremos decirnos algo así como «ánimo que nadie se muere aquí».

Eusebia fue al dentista. Le pedí que escribiese su experiencia, y ahora la comparto con vosotros:

Cuando estaba en el dentista sentí que me encontraba sola y un poco perdida, me acordé del psicólogo y de mi hijo.

Cuando hice la radiografía no sé qué sentí. No puedo explicar si fue emoción o… no sé.

Delante del dentista contesté a todo. Tranquila y diciéndome: «es posible esto».

Y ahora escribiendo esto en casa no me lo puedo creer, parecía una niña pequeña a la que llevan a por una chuchería. A pesar de lo que siento por dentro [ansiedad, temor], hay algo más que me impulsó a hacerlo. ¡Yo digo que hay unos ángeles que quieren que siga adelante!

Bueno, yo no vi ningún ángel en la consulta, pero sí destacaría algunas cosas.

  • Fijémonos en que Eusebia sigue teniendo ansiedad y sintiéndose incómoda en el dentista («no sé qué sentí», «emoción», «lo que siento por dentro», son formas de llamar a la ansiedad). ¡No se trata de ir alegres y felices, sino de ir!
  • La importancia de los auto-mensajes: «es posible esto», se decía esta buena señora mientras estaba en la clínica, y efectivamente fue posible. Si se hubiese estado repitiendo a sí misma «me voy a morir», su ansiedad se hubiera disparado y probablemente hubiera huido de allí o ni siquiera hubiera ido. También recurre a pensar en su hijo y en su psicólogo, como técnica de distracción.
  • Al final, Eusebia «no podía creerse» su propia hazaña. Si le preguntásemos más tarde, cuando ya hubiese ido varias veces al dentista, seguramente se lo creería más

Fijaos en los auto-mensajes que usáis diariamente. ¿Os animan u os limitan?