Salimos a la calle, pensando en nuestras cosas. Vemos a los demás. Sufren. Unos lamentan que las navidades hayan acabado. Otros se llevan quejando semanas de los excesos navideños, de las comidas excesivas, de tener que ver a su suegra, de los compromisos. Alguno llora porque tiene que volver al trabajo, o porque le ha dejado su novia, o vete a saber por qué. El caso es que todos van con un peso a cuestas, y quieren compartirlo con los demás a toda costa. Lo llevan bien visible. Hablan de lo que les atormenta a la mínima oportunidad, se centran en ello, se regodean en ello.
Nos quedamos sorprendidos. ¿Será que este es el estado normal de los humanos? ¿Será que hay que estar así, siempre, pase lo que pase? No parece haber alternativa: nos ponemos alerta, pensamos en algo desagradable, nos obsesionamos con algo malo que puede ocurrirnos en el futuro o con algún error del pasado. Hemos dejado de ir tranquilamente por la vida; ahora ya estamos sufriendo por uno u otro motivo.
Lo hemos conseguido.
Ya somos como todos.
Muchos sufrimos intentando que el dolor no se vea, para parecer normales. Pero es muy duro reconocer y leer el estas palabras, cierto es que el deporte preferido de los españoles es quejarse, como si así el problema se solucionara…
La queja tiene una función muy útil, que es pedir ayuda («socorro, estoy enredado en estas ramas y ese leopardo se acerca…»). Por desgracia, cuando la queja se convierte en forma de vida y no va encaminada a cambiar las cosas, es perder el tiempo.