Una vez hubo una extraña asamblea en una carpintería. Las herramientas se habían reunido para arreglar sus diferencias. El martillo era el presidente de la asamblea, pero pronto le dijeron que no lo querían en ese puesto porque ¡hacía demasiado ruido! Además, se pasaba el día dando golpes. El martillo admitió las acusaciones, pero pidió que también fuera expulsado el tornillo: dijo que había que darle muchas vueltas para que hiciese algo útil.
También el tornillo aceptó sus culpas, pero a su vez pidió que fuese expulsada la lija. Dijo que era muy áspera en su trato y que siempre creaba fricciones con los demás. La lija se mostró de acuerdo, pero a condición de que fuese expulsado el metro, que siempre medía a los demás según su medida como si él fuera el único perfecto.
En eso estaban cuando entró el carpintero al taller. Todos guardaron silencio. El hombre se puso su delantal y empezó a trabajar. Usó el martillo, el tornillo, la lija y el metro. Al acabar, los toscos tablones de madera se habían convertido en un hermoso mueble. Cuando el hombre lo limpió todo y se fue a casa, las herramientas volvieron a reunirse. El serrucho tomó la palabra y habló así: «señores, ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el señor carpintero trabaja con nuestras cualidades. Creo que eso es lo que nos hace valiosos. Deberíamos dejar de pensar en nuestros puntos malos y concentrarnos en la utilidad de nuestras cualidades positivas«.
Desde este nuevo punto de vista, la asamblea vio que el martillo era fuerte; el tornillo unía y daba fuerza; la lija era imprescindible para limar las asperezas y que todo fuese suave; y el metro era preciso y exacto. Entonces empezaron a verse a sí mismos como un equipo capaz de producir muebles bonitos y de calidad. Se sintieron orgullosos de sus particularidades y de sus fortalezas, y también de poder trabajar juntos.
Adaptado de Jorge Bucay.